LUCIANO LÓPEZ
La caza fue tan importante en la vida de Delibes, que su amigo Santiago Rodríguez Santerbás se refirió a él calificándolo como un cazador que escribía. Fiel seguidor de Ortega y Gasset, en este aspecto, don Miguel consideraba la caza como un regreso al Paleolítico, como una ocasión de abandonar por unas horas, o por unos días, el corsé de la civilización, y dar rienda suelta a sus instintos para intentar vencer, mediante su astucia, ligereza y resistencia, a un animal libre, bravo y desconfiado, que está dispuesto a vender lo más cara posible su derrota.
La salida al campo era para él un placer de ida y vuelta: le reportaba, además de la degustación de algunas piezas, como la becada, dignas del paladar más exigente, los beneficios del ejercicio físico y la capacidad de valorar en lo que se merecen comodidades que a menudo desdeñamos, esos pequeños goces cotidianos que no apreciamos en su justa medida: un confortable sillón, el calor del hogar, el frescor del agua en la garganta...
Pero la caza para el escritor castellano era mucho más, era una invitación a inaugurar el mundo, a fundirse casi místicamente con el entorno contemplando las vastas besanas, los encinares de los tesos, los regatos flanqueados de álamos, las pimpolladas de repoblación de las laderas... Era una vuelta a la infancia, una recuperación del equilibrio anímico a través del sagrado silencio ensanchado por los gorjeos de los pájaros, los galleos de las picazas, las cencerras de los rebaños, los ladridos lejanos de los perros en pueblos dormidos, el murmullo de la brisa oreando los pinares...
Gracias a esta concepción de la caza, el novelista de Valladolid esmalta sus páginas de preciosos y precisos vocablos que se dejan oír cada vez menos en un castellano, en ciertas facetas, más y más empobrecido, porque solo han podido aprenderse de viejos cazadores (como Juan Gualberto, Eusebio, el de las avutardas, o el alimañero Florencio López) cincelados por heladas y bochornos, y enseñados a recorrer desde pequeños cervigueras y vaguadas, montes y rastrojos por humildes camberas y foscos senderos.
Al relatarnos sus aventuras, venturas y desventuras cinegéticas, el escritor despliega un muestrario deslumbrante de palabras que, por su propiedad, describen de una manera vívida el mundo circundante. A merced de la meteorología, el cazador que escribe patea los suelos rígidos por las heladas, hunde sus botos en verdaderos trampales, mira extasiado los jirones de niebla que flotan por los arcabucos, los carámbanos de los aguazales, las praderas escarchadas, los árboles y mimbreras con las ramas rebozadas de cencellas, pero nada le impide la búsqueda de las piezas.
En pos de la patirroja, su especie preferida, huella los rispiones o pajonales y los cavones de los barbechos, desciende a los navazos, remonta los cembos, faldea las laderas, y sube hasta los bocacerrales, a un paso ya de los páramos desolados, donde se oye el bronco vozarrón de los cierzos, matacabras y regañones y se deja sentir con toda su intensidad la gelidez de los zarzaganes.
Pero era inaccesible al desaliento, nada podía arrancarle la esperanza de escuchar el pichau de la perdiz y el zurrido eléctrico de su arrancada, la emoción de cogerle bien los puntos, vaya rasa, sirgada, repullada o monte abajo, de acertarle y observar su pelotazo en tierra, lo que no asegurará su cobranza, pues es pájaro la perdiz ibérica que no se rinde con facilidad, que aprovecha cualquier mínimo accidente, cualquier corro de broza, cualquier cincha de espinos, cualquier majano para amonarse, para hacerse monte y confundirse con el terreno, si es que antes no ha hecho el castillo y remontándose a las alturas en una última finta intentando huir de su matador parece que quiera prender el cielo con el pico.
Y si lo que se quería cazar eran conejos, la tarea tampoco era nada fácil, pues había que registrar los cárcavos, adentrarse en sardones y mohedas, poner los pies en el suelo pétreo de los bogales y hacer gala de unos reflejos impresionantes para cortar de un tiro certero a tenazón o a espetaperro la carrera zigzagueante del gazapo, sus pasmosos regates aprovechando cualquier mato o cualquier carrasca para escabullirse entre la fusca.
Pero no se limita Delibes en sus libros de corte cinegético a describir lances de caza, de paso nos refleja una realidad vívida de la que se ha disipado la niebla de la generalización. Cada ser tiene su nombre, y cada nombre se refiere a un ser. El escritor abomina de los desgarbados hiperónimos, y por sus páginas no vuelan pájaros sino serines, camachuelos, colorines, trigueros, cucos, grajillas, cárabos...; no brotan flores, sino malvas, chiribitas, amarillas, ardiviejas, quitameriendas...; no se ven árboles, sino pinos albares, negrales, pobos, chopos, nogalas, negrillos... ni siquiera cantan las perdices, sino que piñonean, sasean o dan la copla de buche cuando reclaman, o gallean y ajean cuando se alarman por el acoso de las escopetas o los perros.
Los lectores y admiradores del escritor castellano están de enhorabuena porque acaba de publicarse un libro, «En torno a las palabras de Delibes», para todos aquellos que, además de querer comprender en toda su intensidad el riquísimo idioma del novelista vallisoletano, sienten curiosidad por las palabras del castellano, desde las que yacen en los arcones del olvido apolilladas a falta de oreo, hasta las que nunca han sido registradas en ningún vocabulario, aunque sigan resonando, bravías y tenaces, por algunos rincones de nuestra región, una obra para los que gustan de buscar el vocablo más preciso y galano huyendo de las vaguedades y de los límites impuestos por los diccionarios.
El libro nace con el apoyo de la Fundación Miguel Delibes y está muy vinculado a La Opinión-El Correo de Zamora, pues en ella han ido apareciendo fragmentos del mismo gracias a la invitación que, gentilmente, me brindó su periodista Natalia Sánchez.
Fuente: Laopinióndezamora